LA LINDE SE ACABA PERO...

Kora dice:



Dice siempre mi abuela que cuando a un tonto le da por una linde, al final la linde se acaba pero el tonto sigue. A lo mejor es porque me lo ha dicho tanto a lo largo de los años, que se ha convertido, para mí, en una costumbre no perder ninguna ocasión de quedarme admirada ante la capacidad de obcecación del ser humano, en todos los aspectos de la vida:  nos enamoramos (una y otra vez) de personas que no nos convienen, mantenemos amistades que nos son dañinas, seguimos dándole al jägermaister cuando nos juntamos, unos pocos, el sábado por la noche, a pesar de saber, que deja unas resacas cabezonas horribles, que te hacen pasar todo el domingo deseando que alguien te mate para dejar de sufrir. Mi tía sigue tiñéndose en casa, por mucho que a estas alturas debería haberse dado cuenta de que hace un reparto del producto mucho más profuso y uniforme alrededor del cuarto de baño, que de su melena. Mi novio continua comprando congelados compulsivamente, como si nos preparáramos para la tercera guerra mundial, aunque ya no hay más sitio en el congelador desde hace meses y las cajas que están al fondo están más desahuciadas que los tripulantes del Apolo XIII. Mi padre sigue comprándose la ropa de la misma talla que cuando tenía treinta años, aunque, obviamente, su contorno hace mucho que dejó de ser el que era cuando tenía esa edad, y lo más increíble es que a base de empeño consigue hasta meterse dentro ¡y hasta abrocharse!.

Pero si hay algo que me fascina aún más que la capacidad de los demás para encabezonarse a lo loco con cualquier cosa, es mi propia capacidad para hacer eso mismo... Y lo peor es que me doy cuenta de ello, no os creáis que es que veo la paja en el ojo ajeno y luego paso de la viga en el mío, nooooooo. Es como si saliera de mi cuerpo y me viera a cámara lenta corriendo de cabeza al desastre recurrente: compro ropa muy llamativa que luego no me pongo, confío en personas cuya falta de fiabilidad ha sido harto comprobada, y me comprometo ha participar en cosas que no me apetecen nada, porque no soy capaz de decir que no. Voy con tacones altísimos a todas partes, aunque luego me duelen los pies, cuando me siento me quedan las rodillas a la altura de los hombros y encima me parece que la gente por la calle me mira raro (esto son todo imaginaciones mías, claro, seguro que la gente me mira porque estoy estupenda, o puede que ni siquiera me miren, que esto de las alucinaciones que provoca la inseguridad es lo que tiene, que son de lo más versátiles).

Podría estar citando ejemplos todo el día, pero sobre todo, lo que me pasma es mi obsesión con meterme donde no me llaman. Será que la parte del cerebro, que registra la cantidad de problemas que tiene uno, no contabiliza bien, y siempre le parece que no tengo bastante con mis historias, que tengo que ir también a pringarme con las de los demás. Así que allá voy, con mis altísimos tacones de ante azul, todo recto, hasta encontrarme con un drama ajeno, con el que en realidad, no me apetece nada mancharme las manos. Pero claro es que yo no sé decir que no. Y a veces tampoco escojo muy bien a mis amigos. Y cuando estoy metiendo la pata soy incapaz de abortar la misión, váyase usted a saber porqué. Y mira... Creo que antes de volver a casa, hasta voy a hacer una paradita para tomarme un Jägermeister. O dos.

Knitwear: Tommy Hilfiger, Skirt: H&M, Tights: Primark, Wedges: Shu-crazy